Los caprichos de la memoria son increíbles y nos desvelan vértices inesperados cuando son sometidos a la emoción del momento. Algo así ocurrió el sábado 25 de junio de 2005 en la localidad cordobesa de La Falda, en medio de una tarde muy serena que derramaba sonidos leves en todas las direcciones del valle de Punilla, junto a aromas serranos y una magnífica vista hacia el horizonte.
A las cuatro y media en punto, a pasos del mítico hotel Edén que aún genera historias, se encuentra la casa del Capitán de Corbeta Friedrich-Wilhelm Rasenack, quien fuera oficial técnico de artillería del Graf Spee y que protagonizara imaginativas maniobras durante su fuga hacia la Alemania en guerra.
La construcción está asentada en una especie de meseta, con vista al valle y a las Sierras Grandes. La entrada, un portón de madera, se abre a un camino que desciende. Al alcance de la mano, se destacan un ancla pequeña, empotrada en una roca, y una hélice de tres palas, de alguna embarcación. Una residencia de hombre de mar. Me acompañan Guillermo R., nuestro especialista más granado en la Kriegsmarine, y Diego R., nieto de un reconocido Almirante de nuestra Armada, un artista – aunque él no lo acepte – en materia de diseño de siluetas y perfiles de buques, tanques y aviones, aunque en realidad es capaz de volcar al papel cualquier cosa que uno imagine.
Con esa compañía, después de un viaje de diez horas desde Buenos Aires, atravesando brumas, nieblas, lluvia, salpicaduras de barro, una ruta peligrosa por el tráfico díscolo y otros obstáculos, me siento seguro. La conversación de los temas en común, jamás cesó. Nos detuvimos varias veces para repostar, pero en una especie de kiosco junto al lago San Roque, donde devoramos un choripán aderezado con chimichurri, puedo decir que se selló una amistad. Ayudaron el lugar, el lago manso rodeado de serranías, la amabilidad de la poca gente que nos atendió, la ausencia de apuro, la delicia de la vianda y ese aura de agitación que provoca el silencio y que no necesita explicación alguna.
Estamos por acceder, tras sacudir la campana de anuncio. Aparece una señora menuda de cabellos cortos, rubio apagado. ¿El ama de llaves, la gobernanta o simplemente la mujer que lo cuida? Tras la puerta abierta, en el hall, aparece el veterano oficial, curvado por sus 91 años, pero sólo en la apariencia física, pues saluda como si estuviese a bordo recibiendo a un Almirante y habla con la firmeza de un artillero impartiendo una orden de tiro. El living-comedor es espacioso, con un ventanal enorme hacia la ciudad que está lejos. Hay que estar para sentir la gravitación del pasado y más cuando uno lo conoce: la Kriegsmarine, las singladuras del Spee, la fuga como comerciante búlgaro de vinos, la vida a bordo del Tirpitz, el Estado Mayor Supremo en Berlín, los bombardeos, la casa destruida, la vuelta a la Argentina en el `48… todo eso, en segundos de imaginación, en ese espacio calmo, con pocos recuerdos navales. El Capitán avanza lentamente y nos invita a sentarnos alrededor de una mesita, ya preparada la vajilla para el té y una suculenta torta de crema. Exploro con la mirada los recuerdos: una maqueta del Spee en una vitrina, otra del Tirpitz en un mueble bajo, el escudo de la familia Spee, un bloque de acero que llama la atención, un cuadro de un velero de tres mástiles, una breve biblioteca con libros navales y muchas imágenes familiares.
En alemán, el marino me cuenta que evoca a mis padres, que sabe de mi libro Tras la estela del Graf Spee – está muy bien escrito – manifiesta, que recuerda Villa General Belgrano – allí iba a instalarme en la “Fundación Champaquí”, el hogar de ancianos, pero decidí quedarme acá, donde tengo mi propia residencia de jubilado – sostiene con una sonrisa casi sarcástica...
Y se vuelve, y nos ordena sentarnos.
Nuestra primera inquietud radicaba en cómo romper el hielo, expresión ésta que no era tan así, pero es una frase que resume el estado que nos embargaba. Yo, debo confesarlo, lo veía casi a mi padre, quien hoy tendría dos años menos de vida. La turbación fue y es toda mía. Pero, en el equipo entusiasta, cabían preguntas, dudas, detalles, mostrar lo que habíamos traído, sacar fotos, y llevarnos ese recuerdo tan sólido como el acero Wotan hart del buque caído en el Río de la Plata. La escarcha se quebró cuando Guillermo, con voz pausada le preguntó acerca de un periódico llamado “Der Scheinwerfer”[1], presuntamente editado a bordo del Tirpitz.
- No lo recuerdo – confesó el Capitán – pero existe hoy uno similar, algo así como el “Spee-Info”[2]…
- Pero don Fede – insistió Guillermo – creo que se publicó a bordo del acorazado, en esa época… ¿no sabe usted dónde se imprimía o cómo se editaba?
- En realidad yo siempre estaba muy ocupado y no tenía tiempo para esas cosas – concluyó.
Luego, Guillermo habría de mostrarme una imagen en su Notebook del periódico en cuestión. Las dudas seguirían en el aire…
Luego, le entregué una flamante edición de mi libro del Spee, dedicado, y Diego le mostró un volumen que el Cap. Rasenack, el autor en ese caso, le obsequiara a su abuelo Almirante, una edición de 1989, encuadernada en tapa dura y editada por Beutelspacher, con el número 019. Rezaba la primera hoja:
Señor Almirante Isaac Rojas.
con mi mayor consideración
y estima especial
su admirador
… y la firma.
El veterano leyó con entusiasmo y su recuerdo se retrotrajo a los actos del cincuentenario de la batalla. Entonces, pidió un bolígrafo y estampó al pie de la prosa:
… y a su nieto Diego, La Falda, 25 de junio de 2005.
En ese momento sentimos que se abría el portalón y empezaron a fluir las reminiscencias:
- Mi libro nunca se tradujo al inglés – confesó el anciano marino – quizás porque yo ayudé a Sir Millington-Drake con su enorme libro. Durante cinco años él me enviaba los borradores y yo los corregía… Y con el ex embajador británico en Montevideo resolvimos aquella frase incómoda y desafortunada que figuraba en el muro junto al ancla del buque en el puerto uruguayo:
“Ancla del Graf Spee - que perduren los ideales que te doblegaron”. Coincidimos que las relaciones actuales no armonizaban con esa inscripción y, en 1966, de común acuerdo, propusimos el cambio. La nueva frase mostró altruismo: “Ancla del Graf Spee - que perduren los ideales que defendimos unidos”.
- Señor Capitán – pregunté – esa ancla, ¿era de proa o la de popa? – acordándome de la versión de Héctor Bado, en mi artículo pretérito[3].
- Era un ancla de popa. Y estoy seguro pues con la explosión, “voló” lejos y años después un velero, que arrojó el ancla en cierto punto del río, enganchó la homónima del Spee. Marcaron el lugar, y luego los uruguayos la extrajeron.
- ¿Y el águila que estaba también en la popa? – solicité.
- Se perdió en la voladura, también…
- ¿Qué pasó con los escudos de la familia Spee, don Fede? – se interesó Guillermo, pues era una incógnita que a todos aún nos atenaza.
- No lo recuerdo…
- Don Fede – propuso Guillermo – ¿podemos ver ese pedazo de acero que tiene en la repisa?
- Si, con mucho gusto.
Mientras observábamos el cubo de ocho centímetros de lado, pesado e inconmovible, el marino nos explicó cómo habían llegado a sus manos algunas planchas del blindaje del cinturón blindado, recobradas por una empresa japonesa, y cómo fueron utilizadas para fabricar guillotinas para la firma Orbis, donde don él había trabajado muchos años.
Del Graf Spee pasamos al Tirpitz. Nuestro especialista de la Kriegsmarine, mientras preparaba su computadora portátil para desplegar las fotografías del malogrado acorazado, preguntó sobre pinturas, enmascaramientos, fechas, fiordos donde estuvo situado, los ataques que sufriera y otras dudas. Allí, en ese instante, le contó que también poseía un “cubo” del Tirpitz, de cuatro kilogramos de peso, proveniente del blindaje cercano a la torre de artillería “A”, cuando el pecio fue desguazado.
En ese abrir y cerrar de ojos, comprobé cómo se alteraba la expresión de Friedrich-Wilhelm Rasenack. Ante él, sesenta años después, se proyectaban imágenes casi desconocidas y en una cantidad pasmosa.
- Estas fotos me las mandó un danés, John A., un especialista en el tema – aclaró Guillermo, mientras señalaba las partes del buque y su posición temporal. En el durante, y al final, emergieron con firmeza dos frases:
- ¡Cuántas fotos tiene este danés! y ¡Cómo sabe usted de la Marina de Guerra alemana!, refiriéndose a Guillermo.
El té se enfriaba y el atardecer se precipitaba. El oficial naval mostraba apenas signos de fatiga. Pero, era prudente dejarlo ya. Nos firmó algunas láminas del espectacular trabajo de Diego, un perfil a todo color del Graf Spee, le explicamos el proyecto de un libro de fotografías del navío, y al final dejamos sentadas las cortesías de rigor.
Estrechamos su mano con el afecto que sólo conciben aquellos que están liberados de todo materialismo y espíritu mezquino. Todo lo opuesto, esa tarde había sido nuestra, exclusivamente. Lo entrañable dejaba a un costado toda avidez de ambiciones palpables. Nos fotografiamos junto al anciano veterano, de a dos pues no entrábamos en el sofá y le dijimos hasta pronto.
Afuera, nada había cambiado, salvo que llegaba el crepúsculo. Le dijimos adiós a la señora, impregnados de sosiego y de la vívida experiencia.
Cada uno de nosotros se llevó algo en su bagaje de vida. Yo, algunas acotaciones de Friedrich-Wilhelm, un caballero sin dudas, cuando hojeó mi libro examinando las fotografías:
“El Capitán Langsdorff tenía prohibido que le sacaran fotografías, aunque algunos lo consiguieron”; pero lo que recuperé fue el tono de admiración y profundo respeto para con su Comandante.
“Conocí mucho a su padre… éste, su libro, es un homenaje para él…”
Y recordándolo hoy, ahora, no alcanzo del todo a sobrellevar su ausencia, pues aún me quedan por hacerle muchas preguntas.
[1] El Reflector.
[2] Publicación cuatrimestral, alemana, con información acerca del Círculo de camaradería del Graf Spee, en Alemania, Argentina y Uruguay, y de los ex - tripulantes de la fragata Graf Spee.
[3] Cf. “Un primer viaje hacia las aguas donde reposa el Graf Spee” – Abril 2005.
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